viernes, 18 de abril de 2014

-EL MARQUES DE SADE-



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Los personajes extraordinarios, al adelantarse o simplemente separarse de su época, suelen ser objeto del odio, producto del temor, de sus conciudadanos. Ocurre esto porque el pueblo, que ha sido educado en unas costumbres concretas y es demasiado simple como para concebir otras, observa con miedo cualquier actitud que se aparta de ellas; las personas importantes, en cambio, las conciben, pero las envidian y las temen, no vaya a ser que su influencia se vea afectada por la pujanza de estos nuevos protagonistas. Sin embargo, una vez han muerto, no se les ve ya como a seres peligrosos, sino como a rarezas que resultan interesantes e incluso atractivas. Entonces, las leyendas que se forjaron a su alrededor para calumniarlos, no hacen más que aumentar su aureola y volverlos más interesantes, y la sociedad acaba admirando al personaje muerto tanto como odió a la persona viva. A lo que antes se le llamó extraña manera de comportarse y actitud desafiante, ahora se le llama









 grandeza y fuerza de carácter; y lo que antaño fue considerado justo castigo por sus actos, palabras o pensamientos, ahora es heroico sufrimiento ante la incomprensión y la bajeza de sus contemporáneos. Así ocurrió, entre otros, con Sócrates, quien tras haber sido condenado por los atenienses, fue admirado por ellos como el más grande de los filósofos, viéndose de este modo hasta qué punto su muerte había sido provocada por la envidia y la calumnia.
Pero al abordar la tarea de narrar la vida del marqués de Sade, me doy cuenta de que la leyenda que se ha forjado alrededor de su persona resulta tan odiosa para las sociedades de casi cualquier época y lugar, que incluso después de muerto es difícil obtener para él el reconocimiento que merece. Pero si intentamos conocer su vida basándonos, no en noticias poco fiables y creadas, a menudo, por la imaginación popular, sino en los hechos que se sabe que ocurrieron, quizás entonces podamos juzgarlo más equitativamente, si es que nos consideramos capacitados para ello, porque no creo que haya existido otro personaje capaz de llegar más lejos, aunque sea con la imaginación, dentro del terreno de la moral y la valoración de la libertad del ser humano.
Sobre su aspecto físico se cuenta que era de mediana estatura, y bien proporcionado, pero su larga estancia en prisión le hizo engordar y acabó siendo un tanto obeso. Tenía una imagen agradable, los ojos azules y el pelo rubio. La dulzura de su carácter, que muchos alababan en su juventud, se vió siempre perjudicada por su prepotencia y sus aires de superioridad. Él mismo criticaba, siendo ya mayor, los mimos y los favores de que fue objeto siendo niño. Creía que todos los demás debían plegarse a sus caprichos y esto, unido, a su carácter impulsivo y romántico, le perjudicó enormemente durante toda su vida.
A menudo se deja a un lado su entorno histórico y familiar, como si narrar su vida consistiese en analizar la demencia de un loco extraño que nada tiene que ver con su época, formado por personas totalmente ajenas a sus extravíos. Sade fue, sin duda, un personaje singular, pero no un caso aislado. Él mismo lo expresa así: Perdonad mis defectos, es el espíritu de la família que me domina, y si debo hacerme un reproche, es de haber tenido la desgracia de nacer en ella. Dios me guarde de todas las ridiculeces y los vicios de que está infestada. Me creería casi virtuoso si Dios me concediera la gracia de no adoptar más que una parte.
En efecto, su padre, el conde de Sade, ofreció un buen ejemplo de libertinaje a su hijo. Tras algunos años junto a su família, en Provenza, decidió probar suerte en el gran mundo y se marcho a París. No se abstuvo de intrigas en la corte y aspiró siempre a lo más alto, dilapidando una buena parte de su fortuna en bailes y fiestas de la más alta sociedad y llegando a pretender a algunas de las mujeres más famosas de su tiempo, como madame de Pompadur o madmoiselle de Charolais. Tampoco se abstuvo del vicio con los jóvenes de su mismo sexo que se prostituían por las calles de París. Sin embargo, no fue una persona ciertamente vulgar, sino un hombre ingenioso y culto que se dedicó también la literatura, aunque fuese a título privado y sin intención de publicar. Por lo que se cuenta, hubo muchos hombres en aquella época que, pese a su excelente formación, demostraron un gran apego al vicio, aunque no por ello dejaban de ser ingeniosos y de poseer un cierto encanto. Uno de estos hombres fué el tío del marqués de Sade, Jacques-François Paul Aldonse, al que se suele conocer como el abad de Sade. Este cura libertino fue un auténtico prototipo del religioso de vida alegre, que por la mañana se entretenía rezando a Dios, por la tarde leyendo a Horacio y por la noche fornicando a una prostituta. Tanto él como su hermano el conde fueron amigos personales de Voltaire y de madame de Châtelet. A Voltaire sin duda le debió resultar atractivo conocer a miembros de la família de Sade, pues se cuenta que Laura, la amada del poeta Petrarca, inspiradora de sus versos, perteneció a esta família.
Vale la pena conocer a estos hombres singulares junto a los que se educaría el divino Marqués. Dejemos, pues, que sea el mismo conde de Sade, padre del marqués, el que nos describa su situación en sus últimos años, cuando la edad ya le había apartado de sus primeros desvaríos:
Lo que me ha impedido hacer fortuna es que siempre he sido demasiado libertino para permanecer en la antecámara, demasiado pobre para poner a los criados al srvicio de mis intereses, demasiado orgulloso para rendir homenaje a los favoritos, a los ministros, a la amante. Que les hagan la cote los que esperan o desean llegar por sus propios medios, he dicho cien veces. Yo soy libre. No lo he sido siempre, porque las pasiones me dominaban, pero jamás he tenido la de la ambición.
He vivido mucho tiempo en el torbellino de las mentiras y las maledicencias. Hasta ahora no he podido gozar de algo que los reyes no podrían dar, porque no lo poseen: la libertad.
Después de muchas aventuras, acabó casándose con Marié-Éléonore, una princesa de la família Condé, que por aquel entonces tenía una gran influencia en Francia. Fruto de este matrimonio nacería su hijo Donatien, que pasaría a la historia como el marqués de Sade.
El 2 de Junio de 1740, el conde de Sade, Jean-Baptiste, y su esposa Marié-Éléonore vieron nacer al heredero de la casa, al futuro conde de Sade, al que pusieron de nombre Donatien Alphonse François. Mientras viviese su padre, el título que ostentaría sería el de marqués, con el que la Historia acabaría conociéndolo.
El conde mantuvo siempre una gran preocupación por la educación de su hijo, intentando relacionarlo con lo más elevado de la sociedad francesa y realizando enormes sacrificios para que no le faltase nada, ni siquiera de lo que no es necesario. Esto tuvo un efecto muy negativo en su formación, y el propio marqués será quien diga, unos años más tarde, que con tantos cuidados no se consiguió otra cosa que desarrollar sus vicios. A esto contribuyeron también algunas mujeres amigas y parientes del conde de Sade, que en diferentes épocas estuvieron al cuidado del jovencito (que, por lo que se cuenta, les resultaba encantador).Dado que su madre pertenecía a la família de los Condé, tuvo la ocasión de pasar los primeros años de su vida en un palacio cercano a París, rodeado de todo el lujo y los cuidados que él mismo criticará más tarde.
Vale la pena mencionar aquí a un personaje que tuvo la ocasión de conocer en aquel tiempo: el conde de Charolais, cuyo recuerdo sin duda debió resultar útil al Marqués cuando, años más tarde, escribiese sus obras. De entre otras muchas anécdotas espantosas, se cuenta que se divertía probando su puntería sobre los obreros que reparaban los tejados de la vecindad. Cuando más tarde se le detenía por asesinato, se libraba pidiendo el indulto al rey de Francia, hasta que un día Luis XV le dijo: "Señor, el perdón que me pedís se lo debo a vuestro rango y a vuestra calidad de príncipe de la sangre, pero lo concedería más de buen grado al hombre que os hiciese lo mismo".
Al cumplir cinco años, su padre decide que ya es hora de que se traslade a Provenza, donde están las posesiones de la casa de Sade, de modo que marchó al castillo de Saumane, muy diferente al palacio donde se había criado hasta entonces, y mucho más parecido a los escenarios de su futuras novelas: aislado, sombrío y lleno de mazmorras. Allí pasó algunos años felices en compañía de unas mujeres amigas de su padre que lo empeoraron, mimándolo, y de su tío el abad, que tanto le ayudaría en su formación humanística y que tanto le inspiraría en el futuro, pues allí pudo comprobar también el Marqués el libertinaje de este buen ministro de Dios, que siempre estaba bien abastecido de prostitutas. Junto a su tío, el marqués recibió una gran fromación cultural. En la biblioteca de la família podrá leer a los más grandes autores antiguos y modernos, y aprender de ellos lo suficiente para superarlos.
Volvió a París al cumplir los diez años, para entrar en el colegio Louis-le-Grand, uno de los más prestigiosos del momento, regentado por los jesuitas. Su padre debió realizar un gran esfuerzo económico para ello, pues aquí se educaban los hijos de las más nobles famílias de Francia. Aquí nació la pasión del marqués por el teatro, pues era una práctica habitual de la escuela realizar representaciones periódicamente. También sugieren algunos que aquí recibió las primeras impresiones en lo referente a la fustigación y también en lo referente a la sodomía. Se consideraba en aquella época que el castigo del látigo o las varas era un castigo noble, en contraposición a las bofetadas o los tirones de orejas, por ejemplo. Incluso existían tratados sobre ello, y realmente era una práctica habitual en los colegios, para reprimir a los alumnos que no cumplían las normas disciplinarias. Respecto a la sodomía, también existían muchas sospechas de que se practicaba más o menos habitualmente y de que los maestros la fomentaban entre sus alumos y la practicaban con ellos. Es difícil decir hasta qué punto estaba extendida esta práctica, porque este tipo de cosas siempre se quieren exagerar o minimizar. Sin embargo, habiendo leído las obras del marqués, parece difícil dudarlo.

Durante los periodos de vacaciones, pasa temporadas en el castillo de Longeville, junto a una tal Mme. de Raimond y otras damas encantadoras (a juzgar por los testimonios que nos han quedado) que se dedican a juguetear con los sentimientos del jovencito y hacerle sentir los primeros arrebatos de amor.
A los catorce años su padre lo saca el colegio para que se incorpore al ejército. Poco tiempo después estalló la guerra con Prusia y, según parece, Sade cumplió valerosamente con sus deberes militares. Todo el mundo alaba en esta época "la extrema dulzura de su carácter". Su padre se preocupa mucho por apartarle de las malas compañías, pues parece ser que el ejército también estaba infestado de todos los vicios. Sin embabrgo, el joven ya comenzaba a dar muestras de sus inclinaciones, y ya nunca sería posible apartarlo de ellas. Vale la pena reproducir una descripción que escribió el propio marqués de sí mismo a su padre durante esta época:
 
"Me preguntáis sobre mi plan de vida y mis ocupaciones. Os lo detallaré con sinceridad. Me reprochan que me guste dormir y es cierto que tengo un poco ese defecto: me acuesto temprano y me levanto tarde. Monto a caballo muy a menudo para examinar la posición del enemigo y la nuestra. Cuando hemos estado tres días en un campamento, conozco hasta el menor barranco, tan bien como el señor mariscal. Obro en concordancia con mis ideas, ya sean buenas o malas; las digo y soy elogiado o censurado en proporción con el escaso o ningún sentido común que contengan. A veces hago visitas, pero sólo a M. de Poyanne o a casa de mis antiguos camaradas de los carabineros o del regimiento del rey. No las rodeo de ceremonia porque no me gustan las ceremonias. De no ser por M. de Poyanne, no pondría los pies durante toda la campaña en el cuartel general. Sé que esto no me favorece; hay que hacer la corte para tener éxito, pero no me gusta hacerla. Sufro cuando oigo a alguien decir a otro, para halagarle, mil cosas que a menudo no piensa. Soy incapaz de interpretar un personaje tan tonto. Ser cortés, honrado, orgulloso sin arrogancia, solícito si palabras insulsas; satisfacer con frecuencia la pequeñas voluntades cuando no nos perjudican, ni a nosotros ni a nadie; vivir bien, divertirse sin arruinarse ni perder la cabeza; pocos amigos, quizás porque no existe ninguno verdaderamente sincero y que no me sacrificara veinte veces si entrara en juego el más ligero interés por su parte; igualdad en el carácter, que me haga vivir bien con todo el mundo, sin entregarme , sin embargo, a nadie, porque ya en el momento de hacerlo te arrepientes; decir lo mejor, hacer los mayores elogios de personas que, a menudo sin fundamento, han hablado muy mal de ti sin que lo sospecharas (porque casi siempre engañan más los que tienen el aspecto más atractivo y parecen buscar tu amistad). Estas son mis virtudes o aquellas a las que aspiro".
En 1763, al acabar la Guerra de los Siete años, se licencia. Su padre, que ya le buscaba esposa desde hacía tiempo, consigue casarlo con Renée-Pélagie, hija del presidente de Montreuil, una joven no muy agraciada, pero de buena posición económica y de un caracter prudente y sincero. Ya por esta época el marqués era un libertino rematado, y seguramente su padre pretendía apaciguar sus costumbres por medio de esta unión.
Una vez casado, Sade se traslada a París, con su esposa, al palacio de Montreuil. En un primer momento consigue ganarse su afecto y el de toda su familia. Incluso la presidenta de Montreuil, dama autoritaria y de moral estricta, se muestra encantada con él, y el reciente embarazo de la señora de Sade hace aumentar la felicidad familiar. Pero pronto su libertinaje empieza a salir a flote y a crearle problemas.
A los tres meses sufre su primera detención: las declaraciones de una joven con la que se había entregado a ciertos actos sacrílegos le conducen al torreón de Vicennes, donde permanece 15 días. Las gestiones de su suegra le permiten escapar airosamente de la situación y durante una temporada se dedica a una de sus grandes pasiones: el teatro. Pero se encuentra ya demasiado ligado al libertinaje como para abandonarlo durante mucho tiempo. Los episodios con ciertas damas o con prostitutas se suceden, alcanzando uno de sus puntos culminantes con su viaje a La Coste junto a Mlle. Beavousin, una famosa cortesana.
Pero el auténtico escándalo llega a consecuencia de una escena sádica ocurrida en Alcueril. Allí, el marqués practica algunas torturas (azotes, cortes, cera incandescente, ...) con una joven llamada Rose Keller, y ésta se atreve a denunciarlo. Es encarcelado y, después de siete meses de gestiones, traslados y declaraciones, recupera la libertad, gracias, una vez más, a las maniobras de su suegra, más preocupada por evitar el escándalo que por ayudar a su yerno.Este caso tuvo especial importancia porque hasta entonces, aunque muchos conocían el libertinaje del marqués, se consideraba que formaba parte de la habitual conducta licenciosa de los nobles. Pero a raíz de este suceso de Alcueril, la prensa francesa y la extranjera se cebaron en Sade y explotaron al máximo el escándalo. Es a partir de este momento cuando comienza a surgir la leyenda del marqués de Sade como símbolo del mal.
Maurice Lever considera (y le creo) que muchas de estas acusaciones eran injustas, no tanto porque fuesen infundadas (y en parte lo eran, pues el pueblo siempre quirere que los malvados parezcan peores de lo que son para poder castigarlos), sino porque, en todo caso, había muchas otras personas a las que se podría haber denunciado por hechos parecidos o mucho peores, pero que, gracias a sus influencias, permanecían inmunes e incluso con fama de buenos ciudadanos. Sade tenía el inconveniente de ser demasiado orgulloso para ir a la corte a arrastrase a los pies de las personas influyentes. A pesar de su alta cuna y su fortuna, era un personaje relativamente débil y aislado. Era, en fin, la cabeza de turco perfecta: noble y libertino, pero sin poder suficiente para enfrentarse a sus enemigos. El país necesitaba un personaje así para crucificarlo y él fue ese personaje. Más tarde, estando, encarcelado, ya se quejaría de esta injusticia.
Ante tal situación, el rey le obliga a permanecer en su residencia de La Coste, en la que se dedica muy activamente al teatro. Pero en seguida vuelve, aprovechando un permiso real para hacerse cuidar sus hemorroides, y esto le permite asistir al nacimiento de sus segundo hijo. También realiza un viaje de un mes a Holanda y se reincorpora al ejército durante una corta temporada. En esta época la hermana de su esposa, Anne Prospère, que era canonesa en un convento de jovencitas, visitó La Coste con la intención de recuperarse de su delicado estado de salud. Allí, la joven llama la atención del abad de Sade, que naturalmente es rechazado; Donatien, en cambio, parece ser que sí consiguió conquistarla. Pero cuando la presencia de su mujer, de sus hijos, de su cuñada y de su apreciado tío le pueden devolver la alegría, cuando su afición al tetro, a la que dedica tanto tiempo cada vez que se retira a La Coste, puede contribuir también a darle la felicidad, un suceso estúpido dio al traste con todo y marcó definitivamente su vida.
Un buen día el marqués decide hacer una escapada a Marsella, con la intención de dar rienda suelta a su libertinaje. Lleva con él a su criado Latour y le encarga que reclute a unas cuantas prostitutas para una orgía. La orgía se produce y, a juzgar por los testimonios es relativamente "normal", teniendo en cuenta los gustos del marqués. Un poco de fustigación, activa y pasiva, unas cuantas escenas sodomitas entre él y su criado, y únicamente la curiosidad de hacer ingerir a dos de las cuatro jóvenes a las que invitó, pastillas de anís que contenían cantárida, un afrodisíaco bien conocido desde la antigüedad, que el marqués pretendía usar para provocar la excitación anal de las jóvenes e incluso producirles ventosidades. Pero cometió el error de excederse en la dosis, y las jóvenes enfermaron durante unos días. El caso se denunció como si el marqués hubiese intentado asesinarlas, y el resultado fue que al poco tiempo las autoridades se presentaron en La Coste para conducirlo a presencia de la justícia. Sade creyó que todo estaba perdido y huyó. Los jueces, por su parte, obraron con una cierta mala fe y acabaron declarándolo culpable, aunque las jóvenes se recuperasen unos días más tarde y no se dispusiera de pruebas concluyentes. A él y a su criado se les acusaba del gravísimo delito de sodomía y a él en particular de envenenamiento. Por ello fue quemado en efigie en Aix y se le persiguió.
Esta condena agravó aún más el odio que siempre sintió por los jueces. El marqués fue siempre un defensor de la libertad individual; le molestaba que el estado, representado por un grupo de seres insensibles que basaban su a autoridad en adoptar un aire grave, pusiese barreras a los placeres del individuo. Esta repugnancia se nota especialmente en que muchos de sus libertinos, pero sobre todo los más repulsivos, son jueces o ejercen alguna actividad ligada con la justicia. Curval, el más detestable de todos sus personajes es, probablemente el mejor ejemplo. Este odio hacia los jueces y especialmente, el resentimiento hacia el tribunal de Aix puede comprobarse en la descripción que se incluye en uno de sus Cuentos, historietas y fábulas del sigloXVIII, El presidente burlado:
 
Poca gente puede imaginarse a un presidente del parlamento de Aix; es una especie de bestia de la que se ha hablado a menudo, pero sin conocerla a fondo; rigorista por profesión, meticuloso, crédulo, testarudo, vano, cobarde, charlatán y estúpido por carácter, estirado en sus ademanes como un ganso, pronunciando la erres como un polichinela; enjuto, largo, flaco y hediondo como un cadaver, por lo general. Se diría que toda la bilis y toda la severidad de la magistratura del reino habían buscado cobijo bajo la Temis provenzal, para trasladarse desde allí en caso de necesidad cada vez que un tribunal francés tiene que presentar alguna queja o ahorcar a algún ciudadano.
Escapó a Italia en compañía de su cuñada, que al cabo de unos días volvió a Francia con su hermana. El marqués también vuelve al cabo de un tiempo, pero comete el error de revelarle a la presidenta su situación, creyendo que le ayudará. Ésta se ha transformado en su peor enemigo, sin duda enfadada por el idilio que mantenía con Anne-Prospère, por lo que hace detener a Sade, que es enviado a Miolans. El marqués era una persona especialmente sensible a la pérdida de libertad. Obsesionado con la idea de salir de la cárcel, planea escaparse y lo consigue.
Durante una larga temporada se ve obligado a ir de un lugar a otro, huyendo de los esbirros e la presidenta, y dejando a su esposa la administración de sus asuntos. Ésta da muestras de una gran devoción y se esfuerza al máximo para que sea perdonado, enfrentándose continuamente a su madre. Durante el invierno de 1774-1775, Sade se instala en La Coste junto a ella y contrata a varios jóvenes de uno y otro sexo para tareas tan diversas como "ama de llaves", "secretario", etcétera, pero en realidad, según suele admitirse, para montar sus orgías particulares. Algunas de las jovencitas se quejan del trato del marqués e intentan denunciarle, presentando como pruebas las marcas que conservan en sus cuerpos, pero Sade y su mujer, que le ayuda en todo, consiguen, tras muchos esfuerzos, impedir que las niñas hablen antes de que sus cuerpos estén totalmente curados.
Pero por si acaso, Sade escapa a Italia, y se dedica a recorrer sus ciudades, interesándose por todo, con vistas a escribir un Viaje a Italia. También dedicó su tiempo a otros menesteres como seducir a una madre de família, a la que naturalmente tuvo que abandonar, dejándola en una profunda desesperación, o alternar con otros libertinos y sinvergüenzas como Ange Gourard o el cardenal de Bernis, amigos también del famoso Casanova. ¿Se conocieron personalmente Casanova y el marqués de Sade?. No dispongo de ninguna noticia al respecto, aunque no parece del todo improbable. Ciertamente, el encuentro de los dos libertinos más famosos de la historia habría sido una escena curiosa.
En junio de 1776, se ve obligado a volver a Francia. Cierto estafador francés había huido a Italia bajo el pseudónimo de "conde de Mazan", que era justamente el mismo que usaba el marqués de Sade. La policía italiana lo buscaba para devolverlo a su país, lo cual dejaba a Sade en una difícil situación, por lo que decidió irse por su propio pie. Una vez allí, vuelve a reclutar jovencitas para su castillo de La Coste. El padre de una de ellas, que hacía de cocinera y a la que Sade llamaba "Justine", se presenta en el castillo y pretende llevársela a punta de pistola. Como no lo consigue, se apresura a denunciar el caso. Sade, en ese momento, viaja a París para visitar el lecho de su madre, que acaba de morir. Naturalmente, la presidenta no pierde esta ocasión para apresarlo. Sade es detenido y conducido a Vicennes.
Al poco tiempo se reabre el caso de Marsella y los nuevos jueces se dan cuenta de que ha sido tratado de una manera un tanto arbitraria, por lo que piden que el marqués se presente de nuevo ante el tribunal, para reabrir el caso. Así se hace y con éxito, pues la sentencia acaba diciendo que todo se reduce a una cuestión de libertinaje, y únicamente le condenan a no poner los pies en Marsella durante tres años y a pagar una multa. Pero cuando Sade ya se cree liberado, la presidenta consigue que se mantenga su detención por otras causas y el inspector Marais se prepara para conducirlo de nuevo a Vicennes. Ante tal perspectiva, el marqués se escapa en cuanto encuentra una ocasión y se esconde en La Coste, pero la policía se presenta allí a los pocos días y es conducido de nuevo a su celda.
Aunque ya había estado encerrado en varias ocasiones, es ahora cuando Sade experimenta con más crudeza y durante más tiempo su estancia en prisión. Su reclusión está marcada por una atuténtica serie de obsesiones que expresa en sus cartas, la mayoría de ellas dirigidas a su mujer. La más importante de esas obsesiones es, lógicamente, la fecha de su salida de prisión. Constantemente abruma a quienes le rodean con preguntas y el más mínimo signo modifica sus suposiciones en uno u otro sentido. Le pide a su mujer una gran cantidad de tarros de confitura y ésta le pregunta que para qué quiere tantos: ya cree que su liberación es inmediata. Su mujer deja de escribirle durante una temporada o le oculta datos al respecto: ya se cree condenado para toda la vida.
Sobre todo, llama la atención la extraña manía que tiene el marqués con ciertas cuestiones aritméticas. En cada cifra cree ver un signo, constantemente compara, suma, resta y cree obtener respuestas a ciertas preguntas, como si quienes le rodean hablasen un extraño lenguaje numérico. De nada sirven las repuestas de su mujer asegurándole que todo eso son imaginaciones suyas y que ella no tiene intención de comunicarle nada a través de un juego tan extraño. Para ver hasta dónde había llegado la paranoia del marqués en este aspecto, voy a citar un ejemplo, tomado de una de sus cartas, al que se podrían añadir muchos otros similares:
 
"He adivinado vuestro odioso enigma. El día de mi salida es el 7 de febrero del 82 u 84 (la diferencia es muy grande, y vos veis que no he adelantado más); el detestable e imbécil juego de palabras es el nombre del santo de ese día, que es San Amand, y como en febrero se encuentra Fèvre, habeis unido el nombre de ese granuja con las cifras 5 y 7. Y de ahí vuestro juego de palabras, tan vil como estúpido, por el cual, si mi salida es para dentro de 5 años (o 57 meses), el día de San Amand, 7 de febrero, Lefèvre unido al 7 y al 5 era vuestro amante".
 
¿Realmente se cree Sade todas esas historias aritméticas? Parece que sí. Por otro lado, bien es cierto que su mujer y él se veían obligados a utilizar medios un tanto exóticos de despistar a los espías y comunicarse, ya que el correo era abierto y revisado. A veces utilizaban zumo de limón o simplemente recurrían a pseudónimos para referirse a ciertas personas que ambos conocían. Pero todos estos extraños juegos de números nunca existieron, evidentemente, en otro lugar que en la cabeza del pobre preso, al que la reclusión le resultaba cada día más inaguantable.
Hay que tener en cuenta, además, que Sade siempre fue muy aficionado a todas estas combinaciones numéricas. Las cifras representaron siempre algo muy importante para él. Una de las cartas que escribió a su mujer desde prisión, por ejemplo, comienza así:
 
"Hoy, jueves 14 de diciembre de 1780, hace 1400 días, 200 semanas y casi 46 meses que estamos separados. He recibido sesenta y ocho provisiones por quincenas y cien cartas tuyas, y esta es la que hace 114 de las mías".
 
También en las escenas libertinas plasma a menudo su obsesión por las combinaciones de números; las mismas orgías que inventa no parecen a menudo otra cosa que un intento por agotar todas las combinaciones posibles. Así, por ejemplo, al ser detenido por el caso de Marsella, la policía encontró escrita en la pared de la habitación donde ocurrrieron los hechos, la cuenta que el marqués iba haciendo de los azotes que recibía: 215, 179, 225 y 240. Cuatro series de azotes que completan 859 en total.
Otra de sus obsesiones más importantes es la del paseo y el ejercicio físico, que dice necesitar como el aire que respira. Para un hombre tan activo como él, interesado por todo, ávido de experiencias y acostumbrado a la libertad total, la reclusión debió ser un castigo muy duro, y en sus cartas se puede comprobar que, dejando a un lado su tendencia natural a exagerarlo todo, realmente sufría muchísimo.
También intenta, por supuesto, justificar su conducta y demostrar que es inocente, al menos lo suficiente como para no merecer una reclusión tan larga y en estas condiciones. Ya he mencionado antes que el marqués de Sade fue empleado, probablemente, como cabeza de turco para contentar al pueblo, que estaba ya harto de los abusos de los nobles. El marqués era consciente de ello y se queja amargamente de que otros peores que él anden libres, mientras él se encuentra encerrado por culpa de unos hechos relativamente insignificantes. Vale la pena reproducir, a pesar de su extensión, un fragmento de una de sus cartas a la señorita de Rousset, en la que desplega toda su retórica sobre el tema, no sólo porque expresa la opinión que tenía sobre su proceso y los jueces que lo habían llevado, sino porque es una auténtica manifestación de sus opiniones sobre las libertades de los individuos.
 
"Si me remonto a la época de mis desgracias, de vez en cuando me parece oír a estas siete u ocho pelucas empolvadas de blanco, con quienes estoy en deuda, uno volviendo de acostarse con una joven honesta a la que deshonró, otro de hacerlo con la mujer de su amigo, éste escapándose totalmente avergonzado de un callejón, pues le perjudicaría mucho que alguien descubriese lo que acaba de hacer, aquel de allá huyendo de un tugurio a menudo mucho más infame aún. Me parece verlos, repito, colmados de lujuria y de crímenes, sentándose ante los documentos de mi proceso, y a su jefe exclamando lleno de entusiasmo por el patriotismo y el amor a la ley: ¡Cómo! ¡Voto al diablo, colegas míos! ¿Este pequeño aborto que no es ni presidente ni magistrado en el tribunal de cuentas, ha querido gozar como un consejero de la cámara alta? ¿Este pequeño hidalgo campesino ha osado creer que le estaba permitido parecerse a nosotros? ¡Vamos! ¡Es el colmo! Sin tener armiño ni ribete, se le metió en la cabeza que había una naturaleza para él, del mismo modo que para nosotros, como si la naturaleza pudiese ser analizada, violada, por otros que no sean los intérpretes de sus leyes y como si pudieran haber otras leyes que no fueran las nuestras. ¡La cárcel, voto a bríos! ¡La cárcel, señores! No hay más que eso en el mundo, sí, seis o siete años en un cuarto cerrado para ese pequeño insolente... Sólo allí, señores, es donde se aprende a respetar las leyes de la sociedad, y el mejor de todos los remedios para quien se atreve a infringirlas es obligarle a maldecirlas. Además, hay aquí otra cosa... para el señor de... que, como sabeis, tiene que ver con todo esto (eso era entonces, a Dios gracias ya no es así).
Es una magnífica oportunidad para hacer un pequeño obsequio a su amante: la extorsión podrá valorarse entre doce y quince mil francos... No dudemos un minuto... Pero, ¿y el honor del tipo... su mujer, sus bienes... sus hijos? ¡Pardiez, hermosas razones!... ¡Acaso ha de ser eso lo que debe impedirnos ceder ante el ídolo del prestigio!¿Honor..., mujeres..., hijos? ¿No son esas las víctimas que inmolamos todos los días?... ¡La cárcel, señores! ¡La cárcel, os digo!, y mañana nuestros primos, nuestros hermanos serán capitanes de barco.-Cárcel, sea, reponde con lengua pastosa el presidente Michaut, que acaba de hacer un cálculo.-¡Cárcel, señores, cárcel!, dice con voz un tanto áspera el bello Darval, garabateando ocultamente bajo un abrigo un billete amoroso para una muchacha de la ópera.-Cárcel, sin réplica, agrega el pedagogo Damon, con la cabeza todavía embotada por la comida de la cantina.-¡Eh! ¿Quién puede dudar de la cárcel?, concluye con una voz chillona el pequeño Valère, alzándose de puntillas y mirando su reloj para no llegar tarde a la cita con madame Gourdane.
Véase pues en qué consisten el honor la vida, la fortuna y la reputación del ciudadano en Francia. La bajeza, la adulación, la ambición, la avaricia empiezan su ruina y la imbecilidad la termina.
Miserables criaturas arrojadas un instante sobre la superfície de este pequeño montón de lodo, ¿está pues escrito que la mitad del rebaño persiga a la otra mitad? ¡Oh hombre! ¿es a ti a quien corresponde juzgar lo que está bien y lo que está mal? ¡Nada tiene de extraño que sea un mezquino individuo de tu especie quien quiera asignar límites a la Naturaleza, decidir lo que ella tolera, anunciar lo que ella prohíbe! Tú, a cuyos ojos la más fútil de las operaciones está aún por resolver, tú, que no puedes explicar ni el menor de sus fenómenos, defíneme el origen de las leyes del movimiento, las de la gravitación, y desarróllame la esencia de la materia: ¿es o no es inerte? Si no se mueve, dime cómo la Naturaleza, que nunca está en reposo, ha podido crear algo que exista desde siempre, y si se mueve, si es la causa cierta y legítima de las generaciones y mutaciones perpétuas, dime qué es la vida y demuéstrame qué es la muerte; dime qué es el aire, razona con exactitud sobre sus diferentes efectos, explícame por qué encuentro caracolas en lo alto de las montañas y ruinas en el fondo del mar. Tú que decides si una cosa es crimen o no lo es, tú que haces ahorcar por aquello que en el Congo vale coronas, esclarece mis ideas sobre el curso de los astros, su suspensión, su atracción, su movilidad, su esencia, sus periodos, demuéstrame a Newton antes que a Descartes, y a Copérnico antes que a Ticho-Brahé; explícame solamente por qué una piera cae cuando se lanza desde lo alto, sí, hazme palpable este hecho tan simple y te perdonaré el ser moralista cuando seas mejor físico.
Tú quieres analizar las leyes de la Naturaleza, y tu corazón, tu corazón donde ella se graba es en sí mismo un enigma que tú no puedes resolver. Tú pretendes definir estas leyes y no puedes decirme por qué motivo cuando las arterias se hinchan demasiado pueden trastornar al instante una cabeza y convertir el mismo día al hombre más honesto en un malvado. Tú, tan infantil en tus sistemas como en tus descubrimientos, tú, que desde hace tres o cuatro mil años inventas, cambias, das vueltas, argumentas, no nos has ofrecido aún como recompensa a nuestras virtudes más que el Eliseo de los griegos, y como castigo por nuestros crímenes su fabuloso Tártaro; tú, que, tras tantos razonamientos diversos, tantos trabajos, tantos volúmenes polvorientos compilados sobre esta materia sublime, únicamente has logrado poner un esclavo de Tito en e lugar de Hércules, y una mujer judía en el de Minerva, quieres profundizar, filosofar sobre los extravíos humanos, quieres dogmatizar sobre el vicio y la virtud, mientras te es imposible decir que son uno u otro, cuál es más ventajoso para el hombre, cuál conviene más a la Naturaleza, y si no nacería tal vez de este contraste el equilibrio profundo que los hace a ambos necesarios.
Tú quieres que el universo entero sea virtuoso, y no te das cuenta de que todo perecería al instante si en la Tierra tan sólo hubiera virtudes; tú no quieres entender que, al ser necesario que haya vicios, es tan injusto de tu parte castigarlos, como lo sería burlarte de un tuerto... ¿Y cuál es el resultado de tus falsas combinaciones, de las barreras odiosas que querrías imponer a la que se burla de tí?... Desgraciado, me estremezco al decirlo: hay que llevar a la rueda a quien se venga de su enemigo, y colmar de honores a quien asesina a los de su rey; hay que destruir a quien te roba un escudo y colmarte de recompensas, a ti, que te crees con derecho a exterminar en nombre de tus leyes a quien no tiene otra culpa que la de haber nacido para el sagrado mantenimiento de sus derechos. ¡Ah! ¡Abandona tus insensatas sutilezas! Goza, amigo mío, goza y no juzgues... goza, te digo, deja a la Naturaleza el cuidado de moverte a su antojo, y al Ser Eterno el de castigarte. Si crees no ser más que un infractor, una pobre hormiga podrida sobre este pedazo de tierra, arrastra tu pajilla hasta el almacén, haz incubar tus huevos, alimenta a tus hijitos, ámalos, sobre todo no les arranques la ceguera del error: las quimeras recibidas, te lo concedo, hacen más feliz que las tristes verdades de la filosofía. Goza de la antorcha del universo: no es por sofismas, sino para iluminar placeres por lo que su luz brilla ante tus ojos. No pierdas la mitad de tu vida para hacer desgraciada a la otra, y tras algunos años de vegetar bajo esta forma un tanto extraña, pese a lo que tu orgullo pueda pensar respecto a ello, duérmete en el regazo de tu madre para despertar bajo otra constitución, gracias a nuevas leyes que no entiendes mejor que las primeras. Piensa, en una palabra, que es para hacer felices a tus semejantes, para cuidarlos, para ayudarlos, para amarlos, que la Naturaleza te coloca entre ellos, y no para juzgarlos ni castigaros, y menos aún para encerrarlos".
 
En Vicennes permanece encerrado entre 1778 y 1785. Luego es trasladado a la Bastilla hasta pocos días antes de la revolución. Lo que impidió que el marqués de Sade se encontrase en la Bastilla el histórico día en que fue asaltada es curioso y guarda incluso una cierta relación con el propio asalto.
Es bien sabido lo maniático que era el marqués con ciertos detalles y costumbres, una de las cuales era la del paseo. Siempre necesitó moverse, estar al aire libre y realizar ejercicio; pero especialmente durante su encierro, el paseo diario se había convertido en una necesidad. Un día, las autoridades de la Bastilla decidieron negárselo y el marqués, furioso, cogió un hierro y comenzó a golpear los barrotes de su celda, que daba a la calle, para llamar la atención de las personas que paseaban por allí, gritando que los presos estaban siendo degollados por sus carceleros. Ante los enormes problemas que ocasionaba, las autoridades decidieron trasladarlo al manicomio de Charenton. No duró mucho tiempo allí, ya que a los pocos días, el pueblo toma la Bastilla y libera a los pesos del antiguo régimen, devolviendo al maqués de Sade, como a tantos otros franceses, la libertad.
Nada más ser liberado el marqués, su mujer se apresura a separarse de él, no se sabe bien por qué. El caso es que el ciudadano Sade se encuentra totalmente libre y desligado de sus anteriores vínculos, pero al mismo tiempo aislado y sin recursos. Ante las nuevas ideas que dominan Francia y la situación tan peligrosa para un antiguo noble, decide adoptar la profesión de escritor. A partir de ahora será "M. Sade, homme de lettres". Se apunta en la Sociedad de Autores y dedica todos sus esfuerzos a que se representen sus obras de teatro.
Vale la pena dedicar un poco de atención a estas obras, porque sin ellas nuestro concepto sobre la calidad literaria del marqués y el análisis de su personalidad podrían quedar deformados. Son obras de teatro inocentes y "normales", como las que habría podido escribir cualquier otro autor, y no peores, por lo que se dice. Desgraciadamente, la fama de las novelas sádicas es tan grande que las ha ocultado hasta el punto de que a menudo se las ignora. Yo, al menos, no sé ni siquiera si existe alguna traducción al castellano de alguna de ellas, y no lo creo. Parece como si nuestro siglo se esforzase en fijarse en lo que el siglo de Sade quiso ignorar y viceversa. Se critica a Sade por su libros escandalosos, cuyas ediciones y traducciones se multiplican y, en cambio, se ignoran estos otros, considerándolos poco interesantes. El caso es que, a pesar de su inocencia, algunas de estas obras fueron rechazadas por cuestiones morales, con unos argumentos que hoy nos parecerían inauditos, pero que en ese momento, con los ánimos tan exaltados como estaban ante la situación del país, eran comprensibles. Curiosamente, la más inmoral de todas, la historia del conde Oxtiern, fue la primera en representarse, no sin un cierto escándalo.
Paralelamente, pero a escondidas, Sade trabajaba en la redacción y publicación de sus novelas (Justine, Aline y Valcour, Juliette,..). El carácter radical de muchas de estas obras obligó siempre a Sade a esconderse y a negar ser el autor de tales manuscritos. La misma Justine, a pesar de ser indiscutiblemente suya y su obra más famosa, siempre sufrió este rechazo. Ya estaba la situación bastante delicada como para atreverse a declararse autor de libros como estos. Si los publicaba era, en gran parte, porque necesitaba el dinero. Ocurre que, aunque de manera más o menos velada, las novelas picantes gozaban de cierto prestigio en una parte del público, y Sade ve en ello una buena oportunidad de conseguir el dinero que tanto necesita. Sin embargo, no quiere que se le confunda con la mayoría de escritores eróticos, a los que desprecia extraordinariamente. En la Historia de Juliette comenta las obras de estos autores, considerándolas miserables folletos hechos en los cafés y burdeles, que prueban en sus mezquinos autores dos vacíos a la vez: el de la mente y el del estómago. La lujuria, hija de la opulencia y la superioridad, sólo puede ser tratada por personas de cierto temple,... por individuos en fin, que, acariciados primero por la naturaleza, lo sean a continuación después por la fortuna por haber ensayado ellos mismos lo que nos traza con su pincel lujurioso; y esto es absolutamente imposible para los granujas que nos inundan con los despreciables folletos de los que hablo.
En este momento es cuando conoce a Marie-Constance Renelle, a la que dedica Justine. Esta mujer a la que el apoda "Sensible", estaba casada con un tal Quesnet, que marchó a las indias, dejándola a ella y a su hijo en Francia. Sade sintió un gran afecto por ella y la contrató como ama de llaves. Incluso le leía sus obras para que ella diese su opinión, igual que hacía Rousseau. Constance se convirtió a partir de entonces en su mujer de hecho, y le ofreció un valioso apoyo en los momentos difíciles. Vale la pena reproducir unas frases que el marqués dirigió al hijo de Constance:
 
"Piensa, amigo mío, que la existencia de tu madre se ha repartido para componer la tuya: esta existencia de que disfrutas sólo es, hablando con propiedad, una emanación de la suya... Piensa, amigo mío, que el tributo de ternura y respeto que le debes no es nada comparado con los cuidados que te ha prodigado... Te he dicho a menudo que una madre es una amiga que la naturaleza sólo nos da una vez y que nada en el mundo puede sustituir cuando tenemos la desgracia de perderla. Entonces no encontramos nada que pueda ocupar su lugar; los rasgos envenenados de los hombres, su maldad, sus calumnias, su perversidad, nos alcanzan sin obstáculo. Nos refugiamos en el seno de una amigo, de una esposa, pero ¡qué diferencia, mi querio Quesnet! Ya no encontramos las atenciones desinteresadas de una madre, esta sensibilidad preciosa, no alterada por ningún interés particular. En una palabra amigo mío, ya no son las manos de la naturaleza."
 
Durante los difíciles años de la revolución francesa, se ve obligado, como tantos otros, a abandonar las viejas costumbres e ideales y acoplarse a los nuevos tiempos. Sin embargo, Sade nunca dejó de ser un aristócrata. Ya fuese un niño jugando en el palació de los Condé, un marqués provenzal residente en el castillo de la Coste, un prisionero en Vicennes o un ciudadano en las calles de París, siempre fue un noble y siempre despreció al pueblo. Cuando se le dice que hay que fijarse en los méritos de la persona, y no en su pasado, responde:
 
"Es cierto cuando las virtudes hacen olvidar su nacimiento; entonces hay que estimarles incluso más que al noble inútil o ignorante que, al no ofrecer a la sociedad más que el pergamino merecido por sus antepasados, sólo se presenta para hacer notar más la diferencia entre él y sus abuelos. Pero cuando el hijo de un jardinero de Virty, el de un banquero de Avignon, o el de un alguacil de esclavos de galera, recién salidos de la bajeza y la crápula, sólo aportan a los puestos donde su bajeza les ha colocado los vicios vergonzosos de su origen, todo los sumerge de nuevo sin que se den cuenta en el fétido pantano adonde les condenó la Naturaleza, y su nariz que asoma a la superficie de la tierra les da el aspecto, creo yo, de un sapo asqueroso y sucio que intenta salir del fango y sólo consigue hundirse todavía más y confundirse con él."
 
Se cuenta también una anécdota por sí misma insignificante, pero que permite hacerse una idea de la visión tan romántica de la vida que tenía el marqués. Un día trasladaban a Luis XVI en su carroza, poco antes de ser condenado, y en ese momento un hombre se acerca rápidamente a ella, echa una carta por la ventanilla y desaparece entre la multitud. Este hombre era el marqués de Sade. La carta se titulaba Petición de un ciudadano de París al rey de los franceses, y en ella el marqués le reprochaba el despotismo de su reinado y le pedía que, si volvía a reinar como antes, lo hiciese pensando más en la nación y no en los propios intereses de la corte.
Otra muestra de su carácter la dio en el momento en el que el pueblo decide quemar los archivos en los que se guardan los títulos nobiliarios. Su primera reación entonces es escribir a Gaufridy, su notario, pidiéndole que abandone cualquier otra tarea (a pesar de lo apurado de la situación) y se ocupe ante todo de conservar sus papeles.
Sin embargo, dadas las circunstancias, decide ejercer en la práctica el oficio de actor que tanto le gusta, y se hace pasar por un revolucionario. Se une a la causa aportando sus dotes literarias e incluso llega a ser presidente de su sección. Los discursos que redacta en aquella época, defendiendo las ideas revolucionarias, la mayoría de las cuales son diametralmente opuestas a las suyas, revelan, por un lado el riesgo al que estaba sometido, y por otro lo mucho que se debió divertir representando esa pantomima. Sobre sus opiniones respecto a la revolución, se ha conservado una carta que, probablemente, es más sincera que sus declaraciones públicas:
 
"A este respecto, no vayais a tomarme por un "enragè". Os aseguro que soy simplemente imparcial, enfadado de haber perdido mucho, más enfadado aún de ver a mi soberano con grilletes, desconcertado por lo que vos, caballeros de provincias, no conoceis ni por las tapas: que es imposible hacer y seguir haciendo bien las cosas mientras las sanciones del monarca sean reprimidas por treinta mil espectadores armados y veinte piezas de artillería; pero añorando muy poco, por otra parte, al antiguo régimen. Está claro que me ha hecho demasiado desgraciado para que lo llore. Tal es mi profesión de fe, y la hago sin temor."
 
Un buen día, sin embargo, se ve obligado a abandonar su puesto de presidente. Se discutía sobre la pena de muerte y al marqués le impresionó tanto la sola idea de la guillotina, que se mareó y tuvo que abandonar la sala. Este y otros incidentes minúsculos e insignificantes por sí mismos, pero que, en épocas como estas, resultan tan importantes, acabaron haciendo sospechar a sus camaradas, que comenzaron a mover hilos para que fuese condenado como enemigo de la revolución.
Sorprende sin duda ver al marqués marearse ante la idea de la pena de muerte, él que ha escrito obras plagadas de crímenes y atrocidades. ¿A qué se debe esta disparidad? Nunca se sabrá, pero quizás resulte más comprensible si pensamos en la diferencia que separa al crimen del libertino, realizado por placer, con premeditación, y con mil detalles destinados a excitar la sensibilidad, del crimen de estado, frío y seco, que pretende justificarse a sí mismo como necesario, como una consecuencia de ciertas leyes que limitan la libertad del hombre y que, bajo la apariencia de defender el orden y la paz de la sociedad, esconden la tiranía de quienes tienen poder suficiente para imponerlas. El marqués de Sade fue, más que un ilustre libertino, un ilustre defensor de la libertad del ser humano, un enemigo de las restricciones impuestas por la sociedad, un hombre que se planteó siempre la cuestión de hasta dónde puede llegar una persona que pueda llevar a la práctica sus caprichos, sin que las pesadas normas que le imponen sus conciudadanos vengan a restringirlos. De ahí que para él la pena de muerte fuese la máxima aberración.
Bajo el Terror de Robespierre, Sade es arrestado y se le envía a la guillotina. Varias acusaciones estúpidas, que pretenden desenterrar los hechos por los que ya cumplió condena bajo la monarquía, vienen a desembocar en una acusación que lo considera enemigo de la revolución. Con eso basta en esta época para morir. El propio marqués escribió:
 
"Es preciso ser prudente con la correspondencia, jamás el despotismo abrió tantas cartas como abre ahora la libertad."
De este modo, el terrible marqués, que ya ha pasado media vida en prisión por culpa de ciertas faltas insignificantes y que no ha perjudicado a nadie tras la toma de la Bastilla e incluso ha apoyado la causa revolucionaria, es conducido hacia la muerte, al igual que muchos otros inocentes, por los discípulos de Rousseau, por los defensores de la libertad. Sin embargo, en el último momento, cuando ya le llevaban en el carro junto a los otros condenados, las autoridades le dejan en libertad. ¿Por qué? Se especula con hipótesis referentes a la incompetencia burocrática del momento, al caos reinante, o también a las acciones de Constance que, desde fuera, hacía cuanto podía para que el marqués fuese liberado. Sea como fuere, Sade se libró de la muerte y decidió apartarse totalmente de la política, en vista de lo inestable de la situación.
Durante todo el periodo revolucionario, Sade tuvo importantes problemas de dinero. Todos los nobles y los defensores del antiguo régimen fueron perseguidos y aún tuvo suerte de no acabar guillotinado. Sus hijos habían emigrado a Alemania, y ser padre de emigrados era, en ese moemto, casi un sinónimo de enemigo de la revolución. Pero ha conseguido librarse de la muerte y ahora le toca librarse de la pobreza. Se ve obligado a vender sus posesiones y, al no tener otra profesión, recurre a la de escritor. Es en esta época cuando publica muchas de sus obras (La nueva Justine, seguida de la historia de Juliette, su hermana, Los crímenes del amor, La filosofía en el tocador, ...), pero aún así, pasa una gran necesidad.
Además, otro problema viene a sumarse al económico: cada vez más gente sospecha que él es el autor de Justine, e incluso aparecen artículos en los periódicos que le atribuyen la obra y arremeten contra él. La aparición de otras novelas libertinas como la Historia de Juliette no hace más que agravar la situación. Hace poco que ha vuelto a cambiar el régimen político: ahora es el cónsul Bonaparte el que dirige el destino del país. No importa: la monarquía encarceló a Sade por motivos morales, la revolución aprovechó los mismos argumentos y no va a ser Napoleón quien vaya a perdonarle. En 1801, Sade es detenido y juzgado por haber escrito Justine y la Historia de Juliette. Él lo niega, pero su fama es más fuerte que su palabra y acaba siendo recluido en el manicomio de Charenton.
Allí acabó su vida pública. En este horrible lugar permanecerá hasta su muerte, en 1814. Pero antes de que llegase ese momento, aún tuvo tiempo de realizar una actividad curiosa: organizar representaciones de teatro con los locos del manicomio. M. Coulmier, director del centro, era un hombre activo que se esforzaba por mejorar las condiciones de los reclusos tanto como podía. La idea de organizar representacioes le pareció buena y así, el marqués se encontró llevando a la práctica una de sus mayores aficiones en uno de los lugares que menos hubiese imaginado. Sin embargo, la idea tiene éxito y mucha gente viene desde París para contemplar la nueva "terapia contra la locura". Una de estas personas, un joven llamado Armand de Rochefort, nos ha dejado un testimonio que nos permite tener una visión de Sade en sus últimos años y de la que sus contemporáneos tenían de él. Mientras asistía al espectáculo,
 
"A mi izquierda se sentó un anciano de cabeza baja y mirada de fuego. La cabellera blanca que le coronaba prestaba a su rostro un aire venerable que imponía respeto. Me habló varias veces con una elocuencia tan calurosa y una inteligencia tan variada que me inspiró mucha simpatía. Cuando nos levantamos de la mesa, pregunté a mi vecino de la derecha el nombre de este cordial caballero y me respondió que era el marqués de S***. Al oírlo me alejé de él con tanto terror como si me hubiera mordido la serpiente más venenosa. Sabía que este detestable anciano era el autor de una novela monstruosa en que estaban publicados todos los delirios del crimen en nombre del amor. Había leído este libro infame, que me había dejado la misma impresión de repugnancia producida por una ejecución en la place de Grève, pero ignoraba que un día vería a su creador admitido a la mesa del director de una institución pública."
 
Aún tendrá que enfrentarse con algunas dificultades, pues todavía hay quienes le consideran peligroso, e intentan enviarlo a otro lugar en el que no tenga contacto con otras personas. Afortunadamente, estas gestiones no progresan y permanece en Charenton hasta el final de sus días.
Su epitafio (que, por lo que yo sé, fue escrito por él mismo) revela perfectamente en qué consistio su vida:
 
Epitafio a D.A.F. de Sade,
arrestado bajo todos los regímenes.
Paseante,
arrodíllate para rezar
por el más desdichado de los hombres.
Nació en el siglo pasado
y murió en el que vivimos.
El despotismo, con su horrible mueca
en todo momento le hizo la guerra.
Bajo los reyes, ese monstruo odioso
se apoderó de su vida entera;
bajo el Terror reaparece
y pone a Sade al borde del abismo;
Bajo el Consulado revive:
Sade vuelve a ser la víctima.
Efectivamente, fue apresado bajo todos los régimenes bajo los que vivió, aunque sus hechos probablemente no lo merecieran. Escuchemos lo que el propio marqués decía a este respecto:
 
"Sí, soy un libertino, lo reconozco; he concebido todo lo que puede concebirse en este sentido, pero ciertamente no he hecho todo lo que he concebido, ni lo haré jamás. Soy un libertino, pero no soy un criminal ni un asesino, y, ya que se me fuerza a colocar mi apología junto a mi justificación, diré pues que, tal vez, sería posible que aquellos que me condenan tan injustamente como lo han hecho pudieran contrapesar sus infamias con mis buenas acciones tan probadas como las que yo puedo oponer a mis errores."
 
En efecto, su primera detención ocurrió por entregarse a actos sacrílegos con una prostituta. La llevó a una habitación y la obligó a relizar ciertos actos como los que se leen en sus obras (pisar un cruzifijo, maldecir, fornicar poniendo una hostia consgrada en la entrada, etc.). También practicó un poco la fustigación con ella, pero parece ser que eso no impresionó mucho a los tribunales: todo radicaba en el sacrilegio. Pero, ¿acaso no habría ocurrido hoy en día lo contrario?¿Qué tibunal moderno se atrevería a condenar a alguien por sacrilegio? Una pequeña multa o un corto arresto por azotar a la prostituta y nada más.
El caso de Alcueril, que tantos problemas le causó, sí que merecía realmente alguna temporada en prisión, pues parece ser que las torturas que ejerció sobre la joven eran de una cierta importancia. Sin embargo, ¿cuantas personas practican este tipo de torturas voluntariamente, incluso hoy en día? Además, hay pocas dudas respecto a que la joven se estuviese prostituyendo y, por lo tanto, aceptase hasta cierto punto someterse a los caprichos de su cliente, como ha ocurrido siempre, ocurre hoy en día, y seguirá ocurriendo en el futuro.
Sobre el caso de Marsella, la acusación de envenenamiento cae por su propio peso y las mejores pruebas son que las mujeres no murieron y que el mismo tribunal de Aix, cuando años más tarde reabrió el caso, encontró inocente al marqués. La acusación más grave que se hacía sobre él era la de sodomía, que pocos jueces se atreverían a sostener en nuestra época, ante el riesgo de ser acusados a su vez de discriminación. Una muestra más de lo débiles y cambiantes que son los juicios humanos.
En cuanto a sus detenciones tras la revolución francesa, básicamente debidas a Justine no deja de sorprender que una misma persona fuese arrestada tantas veces y bajo tantos gobiernos distintos, e incluso estuviese a punto de ser guillotinada por escribir un libro que hoy podemos encontrar en cualquier librería.
En general, no parece que los actos del marqués hayan sido tan espantosos como los que tanto abundan en sus obras, y la leyenda que lo presenta como un monstruo sanguinario parece ser más fruto de la imaginación de ciertas personas que del análisis exhaustivo de sus actos. Nunca fue acusado, al menos con un mínimo fundamento, de asesinar a nadie ni de haberlo intentado. Los hechos libertinos de los que se le acusa no parecen haber sido peores que los de cualquier noble libertino de la época, e incluso menos graves que los de otros, como el conde de Charolais, y si bien algunos de sus actos pueden considerarse vergonzosos, la reacción de los gobiernos y los jueces sobre él no fue menos desmesurada e injusta.
-Argentina-Abril/18/2014-Hs:7:40 Am-Investigacion:Alberto Costacurta Grossetti-Edicion:Mirta B Costacurta y Corresponsales de FILEALIEN-46-  http://filealien-46.blogspot.com Correo de contacto: albertocostacurta46@hotmail.com-

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